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sábado, 3 de enero de 2015

La oración: Vital para una fe creciente y dinámica

Por eso, el que tiene este cargo ha de ser irreprensible debe ser apto para enseñar;no un neófito, no sea que envaneciéndose caiga en la condenación del diablo. 1Timoteo3:2,6


 
 
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                                              ¿Cómo Dios Moldea tu alma?

La vida es un viaje sorprendente del moldeamiento del alma. De la forma como un escultor transforma un terrón de arcilla en una obra de arte, Dios se involucra en el proceso de toda la vida de moldear nuestra vida a la semejanza de Cristo. Una de las herramientas principales que Dios usa para moldearnos es la oración. En consecuencia, la oración es vital para una fe creciente y dinámica. ¿Qué es la oración? ¿Cómo podemos orar más en consecuencia? ¿Qué es la oración eficaz? Pocas preguntas son tan importantes como éstas. Debiéramos pasar toda nuestra vida contestándolas. Podemos aprender muchas percepciones útiles en esta acción instituida por Dios que une nuestra vida terrenal con el reino celestial. Para facilitar nuestro entendimiento acerca del moldeamiento del alma, este estudio considerará tres cosas:

    1.      ¿Qué es la oración?
    2.      ¿Cuáles son los beneficios de la oración?
    3.      ¿Cómo puedo saber si mi alma está preparada para ser formada por Él?

 Carpe Diem: ¡Aproveche el día!
La película Dead Poet’s Society (La sociedad de los poetas muertos) representa la historia del intento de un profesor de inglés de desafiar una clase de muchachos de escuela, de la época posterior a la depresión en los años 50, para aprovechar las oportunidades que la vida les presenta. La película resucitó una frase latina oscura, carpe diem, que quiere decir “aproveche el día”. Es una exhortación a vivir la vida al máximo, obtener lo máximo de cada día.
La mayoría de los cristianos probablemente diría que esto es lo que ellos desean de su vida de oración también: obtener lo máximo del tiempo pasado en oración, asir a Dios, y aprovechar el día. Gracias a la obra de Cristo en la cruz, cada creyente tiene la oportunidad de entrar al lugar Santísimo, al mismo trono de Dios. ¿Qué está esperando entonces? ¡Prepárese a aprovechar el día!


Una invitación divina

Explicar el significado de la invitación de Dios a orar.

Dios está tocando la puerta de nuestro corazón, con una invitación divina para tener comunión con Él. “He aquí, yo estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él, y cenaré con él, y él conmigo” (Apocalipsis 3:20). A menudo escuchamos este pasaje usado en el contexto de Cristo de pie a la puerta del corazón de no creyentes, animándoles a invitarle a Él a su vida. Sin embargo, debiéramos recordar que esta carta fue escrita a la iglesia en Laodicea, a creyentes. Si Cristo ya está viviendo dentro de alguien, ¿por qué tiene que tocar la puerta de su corazón y pedirle tener comunión con Él? Él claramente reconoce nuestra propensión humana de preocuparnos con las muchas actividades y responsabilidades de la vida (¿recuerda a María y a Marta?).

¿Qué es la oración?
A lo largo de la historia, grandes hombres y mujeres han reflexionado en el significado de la oración, mirando las Escrituras y sus propias experiencias con Dios.
  •      Los antiguos definían la oración como la escalación del corazón hacia Dios.—Martín Lutero
  •      La oración es un manar sincero y cariñoso del alma a Dios, a través de Cristo con la fuerza y ayuda del Espíritu Santo, para tales cosas como Dios ha prometido.—John Bunyan
  •      La oración es el contacto de un alma viva con Dios. En la oración, Dios se inclina para besar al hombre, para bendecirlo, y para ayudar en todo lo que Dios pueda concebir o el hombre pueda necesitar.—E. M. Bounds
  •      La oración es un tiempo de revelación del alma a Dios.—E. Stanley Jones
  •      La oración es el gimnasio del alma.—Samuel M. Zwemer

Aunque es Dios el que inicia la invitación a una vida de comunión con Él, se requiere una respuesta de parte nuestra. Tenemos que crear espacio en nuestra vida en el que Dios actuará. “Dios, que hizo espacio en el sentido más literal de la palabra en el universo, nos necesita para proteger un espacio de Dios, para prevenir que nuestra vida se llene con otras cosas” (Yancey 2006, 286). Esto quiere decir proteger espacio en nuestra vida sólo para Él. Sabemos que Dios habló a través del salmista para decir: “Estad quietos, y conoced que yo soy Dios” (Salmo 46:10). Dios nos invita a estar con Él y conocerle.

¿Por qué nos invita Dios a orar?

¿Cómo definiría usted la oración?

¿Por qué extiende Dios esta invitación? ¿Por qué debiera importarle a Él si es que nosotros, meros mortales, oramos? Importa porque nosotros le importamos profundamente a Dios. Dios creó el mundo con la humanidad en mente, nos puso en el centro, continuó amándonos a pesar de nuestro fracaso, y aun envió a su único Hijo para rescatarnos. ¿Quién efectivamente merece nuestra alabanza más que el Dios que originó todo don bueno y perfecto? Cuando se le pidió a Jesús identificar la regla más importante en la vida, Jesús inmediatamente respondió: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente” (Mateo 22:37). Con esas palabras Él resumió lo que Dios más desea de nosotros. Nuestro más preciado don a Dios, el que Dios nunca puede forzar, es el amor. 

La oración es el vehículo principal con el cual nosotros expresamos ese amor y crecemos en nuestra relación de amor con Él.


Nuestro vacío con la forma de Dios

Definir la frase un vacío con la forma de Dios.

¿Por qué los seres humanos buscan experiencia espiritual?

Apenas podemos encender el televisor o leer el diario sin ver alguna referencia a la espiritualidad. La sociedad contemporánea tiene hambre de realidad espiritual; es tan grande el anhelo que muchas personas a menudo buscan experiencia espiritual en todos los lugares equivocados. Bajo una multitud de factores personales y culturales que contribuyen en esta búsqueda yace una razón más profunda por el hambre espiritual de nuestros días: los humanos son innatamente espirituales. Dios nos creó para tener una relación personal con Él. Por lo tanto, hasta que se busque y encuentre esa relación, siempre habrá un vacío en el corazón de nuestro ser. Siglos atrás San Agustín confesó a Dios: “Tú nos has hecho para ti mismo, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti” (Agustín citado en Boulding 2002, 3). Nosotros tenemos un vacío en nuestra vida, un vacío que solamente Dios puede llenar.

Muchos niños han aprendido a reconocer las formas mientras jugaban con una pelota plástica de juguete. Es una pelota roja y azul, familiar a los padres, que contiene agujeros de formas diferentes. Los niños pequeños juegan con ella por medio de empujar cada bloque amarillo de diferentes formas a través de su correspondiente agujero formado. Los niños más pequeños, a veces tratan de forzar un bloque redondo en un agujero triangular, o una forma de estrella en un agujero cuadrado.

 Es hasta que aprenden a reconocer las formas cuando se dan cuenta que cada bloque tiene solamente un agujero en el que quedará bien. Cuán fácil es hacer lo mismo en nuestra vida espiritual. Tenemos un agujero con la forma de Dios que solamente Él puede llenar, sin embargo tratamos de llenar el vacío con otras cosas. Finalmente, tenemos que aprender que solamente Dios puede llenar el vacío en el corazón de nuestro ser. Solamente cuando llegamos a comprender esto responderemos a su invitación divina de tomar unas vacaciones de todas nuestras actividades y cultivar nuestra relación con Él.


Yada, yada, yada

Mencionar la importancia de conocer a Dios.

¿Cuál es el significado del uso de la palabra yada para describir nuestra relación con Dios?

Es nuestro privilegio orar a un Dios personal, quien nos conoce y desea ser conocido por nosotros. Yada es una palabra hebrea para conocer a Dios; se refiere a la intimidad. 

Es la misma palabra usada para la relación física entre un esposo y su esposa: “Conoció Adán a su mujer Eva, la cual concibió” (Génesis 4:1). 

Es sorprendente que la Biblia use una palabra como esta para hablar del deseo de Dios de una relación con nosotros. Es profundamente íntima, creadora de vida, encarnada y por lo tanto transformadora. El conocimiento verdadero de otro es mucho más que acumular datos acerca de esa persona. Tiene que ser cada vez más sinónimo de amor; es decir, con abnegación, reciprocidad y unión. Por lo tanto, la experiencia equivale a conocer.

¿De qué forma es la oración como el oxígeno?

Dios nos está invitando a una vida de intimidad y comunión con Él, y la oración es el camino por el cual esta vida se cultiva en nosotros. Llega a ser nuestra misma existencia. 

Martín Lutero dijo: “No es posible ser un cristiano sin oración, de la forma como no es posible estar vivo sin respirar.” La oración es el oxígeno de la vida espiritual; sin ella, morimos. Cuando nacemos de arriba por medio del Espíritu de Dios, la vida del Hijo nace en nosotros; podemos hacer morir de hambre esa vida o nutrirla (Tan y Gregg 1997, 66). “La oración”, dice Juliana de Norwich, “une el alma con Dios”. Un propósito importante de la oración es la intimidad con Dios. A través de la oración, exploramos una relación más profunda y más íntima con Dios. Experimentaremos una nueva dinámica en nuestra relación con Dios cuando nos esforcemos para conocerle a Él mejor y ser conocidos por Él de esta forma.

Cuando deseamos conocer a alguien, simplemente disfrutamos pasar tiempo en su compañía. ¿Qué otra razón tendríamos para abrazar a niños, sentarnos al lado de la cama de un enfermo amado, o acumular cargos extras en el celular con un novio o novia? Cada enamorado anhela conocer las necesidades y deseos de su amada. De la misma forma con Dios, simplemente pasar tiempo juntos es el acto más relevante de todos. Es solamente a través del tiempo que se pasa juntos que verdaderamente llegaremos a conocerle a Él y desarrollar esa sensación profunda de intimidad y comunión.

 


viernes, 2 de enero de 2015

En toda sociedad conocida, casi cada persona vive sumergida en una red de derechos y obligaciones familiares

Por eso, el que tiene este cargo ha de ser irreprensible debe ser apto para enseñar;no un neófito, no sea que envaneciéndose caiga en la condenación del diablo. 1Timoteo3:2,6



 
 
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La familia en los tiempos bíblicos

El propósito de este trabajo es considerar las diferentes formas en que se organizaba la vida familiar en los tiempos bíblicos, sus costumbres y tradiciones. Se espera que el ejercicio sirva como una introducción a la discusión teológica de los artículos siguientes.

Es probable que lo que hoy llamamos «familia» muy poco tenga que ver con las expresiones culturales de la época bíblica. Una comprensión de esas diferencias nos ayudará a retomar la tarea siempre nueva de encontrar en la Escritura —en medio de los elementos culturales en que ésta fue escrita— los principios y valores necesarios para orientar nuestro trabajo teológico y pastoral hoy en día y en nuestro contexto.

El grupo social llamado «familia» se encuentra presente en todas las culturas desde los tiempos antiguos hasta los contemporáneos. Científicos sociales que han estudiado los diferentes pueblos alrededor del mundo parecen coincidir en la observación de que «en toda sociedad conocida, casi cada persona vive sumergida en una red de derechos y obligaciones familiares». El término describe una diversidad de realidades sociales desde la red extensa de parientes —que se encuentra especialmente en sociedades agrarias— hasta la familia nuclear contemporánea y sus variantes, peculiar de las áreas urbanas e industrializadas del mundo.

Las definiciones de «familia» se forjan cultural e históricamente. En la parte noroccidental del mundo, donde se han experimentado por más tiempo los efectos de la industrialización, la familia nuclear tiende a ser normativa. En la parte sur del mundo, donde otros modos de producción y organización social coexisten y la supervivencia depende en gran parte de las redes de parentesco, el término «familia» tiene un sentido más amplio. Aunque todos tenemos una noción bastante definida de lo que es una familia, todavía es difícil establecer una definición universal y normativa.

Lo que distingue a la familia de otros grupos sociales es sus funciones: un lugar común de residencia, la satisfacción de necesidades sexuales y afectivas, la unidad primaria de cooperación económica, y la procreación y socialización de las nuevas generaciones. Sin embargo, estas funciones, tradicionalmente asignadas a la familia, describen mejora la tribu, al clan o a la familia extendida. Históricamente —y ese es el caso de las familias en la Biblia— la raza humana ha existido primeramente en grupos sociales más extensos que la familia nuclear. Cuando la convivencia humana creció en su complejidad, tribus y clanes dieron lugar a la familia extendida y a un sinnúmero de instituciones sociales secundarias.
 La familia nuclear es una adaptación posterior. Esto no quiere decir que el núcleo constituido por hombre-mujer y sus hijos no existiera antes de la era industrial, sino que no se lo consideraba como «familia» aparte de esas redes más extensas y entretejidas de relaciones familiares. En breve, hoy en día se considera familia tanto la «unidad social básica formada alrededor de dos o más adultos que viven juntos en la misma casa y cooperan en actividades económicas, sociales y protectoras en el cuidado de los hijos propios o adoptados», como la «red más extensa de relaciones establecidas por matrimonio, nacimiento o adopción». En todo caso, las maneras en que esas relaciones se establecen, los derechos y obligaciones asignados a los sexos, y el número de personas que la forman, difieren grandemente de un lugar a otro de acuerdo con la cultura, la clase social, la religión y la región del mundo donde se vive.

La familia en el Antiguo Testamento

Es tarea imposible tratar de exponer en unos pocos párrafos la enorme variedad de expresiones familiares y su evolución a lo largo de miles de años que cubre el Antiguo Testamento. Durante ese período se dieron muchos cambios. Abraham vivió una vida semi-nómada. Sus descendientes, que se asentaron en Canaán, construyeron ciudades e interactuaron con la gente de la región. Cuando decidieron tener un rey en vez de jueces locales, experimentaron la prosperidad, pero también los trabajos forzados, los impuestos y la brecha creciente entre ricos y pobres. Luego de la división del país en dos reinos, las invasiones de Siria, Egipto, Asiria, y Babilonia, así como los setenta años de exilio y luego el control político por parte de Persia, Grecia y Roma, sin duda imprimieron huellas profundas e introdujeron cambios significativos en la vida familiar de la gente del Antiguo Testamento.

Sin embargo, es posible afirmar que la familia fue de central importancia en la organización de las sociedades veterotestamentarias.

  Sin duda que otros factores estuvieron presentes en la formación de las sociedades de los períodos más remotos que da cuenta el Antiguo Testamento, pero ninguno de ellos desempeñó un papel más importante que la familia… Todos los asuntos públicos fueron, hasta cierto punto, asuntos familiares; estaban regulados por los ancianos, o sea los cabeza de familia y de los clanes.

En el tiempo de la peregrinación de Israel por el desierto se definió su estructura. Una tribu estaba formada por varios clanes que a su vez eran grupos de familias unidas por lazos de consanguinidad (Jos. 7.14-18). En esa estructura social Israel veía a cada individuo como miembro de una familia. Cada familia a su vez estaba unida a otras familias que formaban un clan. El clan a su vez estaba unido en grupos más extensos, formando las tribus, de modo que toda la nación de Israel era en efecto, una gran familia de familias.

La familia en el Antiguo Testamento era definitivamente patriarcal. Uno de los términos para designarla es «casa paterna» (bet ab). Las genealogías se presentan siempre a través de la línea paterna. El padre tenía sobre los hijos, incluso los casados, si vivían con él, y sobre sus mujeres, una autoridad total, que antiguamente llegaba hasta el derecho de vida o muerte. La desobediencia y la maldición a los padres eran castigadas con la muerte (Éx. 21:15–17; Lv. 20:9; Pr. 20:20). A medida que el sistema legal evolucionó, ese derecho del padre fue transferido a las cortes, pero en esencia no cambió: ante la queja de un padre, la corte generalmente pronunciaba sentencia de muerte.

Otro de los términos usados en el Antiguo Testamento para familia en el hebreo es mishpahah, que significa familia, pero también clan, tribu, pueblo, y describe al grupo de personas que habitan en un mismo lugar o en varias aldeas, que tienen intereses y deberes comunes, y cuyos miembros son conscientes de los lazos de sangre que los unen, por lo que se llaman «hermanos» (1 S. 20:29).

Otra palabra en el Antiguo Testamento para designar familia era «casa» (bet o bayit).

 Se la usa para denotar vivienda, y figuradamente el lugar donde Jehová habita (especialmente con referencia al tabernáculo o al templo). También significa familia, descendencia y hasta un pueblo entero, como en «la casa de Israel» (Jos. 24:15 y Ez. 20:40). La palabra «casa» aparece más de dos mil veces en toda la Biblia.

Los patriarcas hebreos seguían las costumbres de sus vecinos con respecto a tener más de una esposa; es decir, eran polígamos. Una familia de aquellos tiempos, con frecuencia, incluía al esposo, sus esposas y sus hijos, sus concubinas y sus hijos, los hijos casados, las nueras y los nietos, esclavos de ambos sexos y sus hijos nacidos bajo ese techo, los extranjeros residentes en su predio, las viudas y los huérfanos, los allegados y todos cuantos estaban bajo la protección del jefe de la familia. Cuando Lot fue tomado prisionero por los reyes de Canaán, Abraham «juntó a los criados de confianza que habían nacido en su casa que eran 318 hombres en total» (Gn. 14:14) y logró rescatar a su sobrino.

Un término importante para nuestra discusión es «padre» (’ab).10 Se usaba para referirse no sólo al padre, sino al abuelo, y a los antepasados distinguidos como Abraham. También se aplicaba a hombres de mucho respeto, sin que mediara parentesco alguno. El padre cumplía funciones sacerdotales. Religión y familia estaban entretejidos con las mismas hebras. La comunidad de adoración básica que mantenía la cohesión social de ese entonces era la familia. Al igual que en otros grupos humanos a su alrededor, entre los hebreos el padre de la casa era también el sacerdote que vigilaba las relaciones entre la gente de su casa y Dios (Job 1:5). Esto es mucho más evidente después del Éxodo, cuando el padre ocupa el lugar predominante en el ritual de la pascua (Éx. 12:21–28). Los miembros de la familia estaban bajo estricta obligación de reunirse en el santuario familiar (1 S. 20:29).11 Quien cumplía esta función religiosa en lugar de un padre, adquiría tal dignidad. Así Moisés fue llamado «padre» de los hijos de Aarón (Nm. 3:1). Los profetas eran llamados «padres» por sus discípulos (2 R. 2:12). Más tarde los rabinos fueron también llamados «padres».

El pueblo de Israel también usaba la palabra «padre» para referirse a Dios. La Biblia la usa para hacer referencia a la relación de Dios con su pueblo (Dt. 14:1; Is. 64:8; Pr. 3:12). En la relación de Jehová con el pueblo de Israel, éste es llamado «hijo» o «hija», y a veces «esposa» (Os. 11:1; Jer. 3:22; 31:17; Is. 54:6). En Isaías 66:13 la imagen análoga para Jehová es la de una madre, y en Isaías 54:5 es «marido».

La fertilidad era considerada como parte esencial de la promesa de Dios al pueblo judío. Se hacían provisiones para asegurarla. Por ejemplo, si un hombre casado moría sin dejar hijos, su hermano estaba en la obligación de tomar a la viuda por esposa a fin de continuar la descendencia de su hermano fallecido (Dt. 25:5–10). Una mujer estéril podía dar una de sus esclavas al marido para que, a través de ella, pudiera tener hijos (Gn. 30:1–13).

Los niños estaban incluidos en el Pacto o alianza de Dios con Israel mediante la circuncisión que se realizaba a los ocho días de nacido un varón. Los niños eran instruidos en la Ley por el padre en el contexto cotidiano del hogar (Dt. 6:4–9) y participaban activamente en las celebraciones de la Pascua y otras festividades religiosas en el hogar. Solamente después del exilio babilónico se institucionalizó la instrucción religiosa. Se ponía mucho énfasis en la obediencia a los padres y maestros y se usaba con frecuencia la vara y el castigo corporal para disciplinar a los niños (Pr. 22:15; 13:24).


La condición de la mujer
Aunque las mujeres hacían gran parte de los trabajos duros de la casa y del campo, ocupaban un lugar secundario tanto en la sociedad como en la familia. Las solteras estaban bajo la tutela de su padre o de un guardián. Al parecer, las mujeres eran tratadas más bien como prendas de valor al ser «compradas» por sus futuros esposos, e incluso vendidas como esclavas (Éx. 21:7). Por norma, sólo los hijos varones tenían derecho a la herencia, y el hijo mayor tenía derecho a una doble porción de la propiedad de su padre. Sólo si no había varones en la familia, las hijas podían heredar a su padre. Si una familia no tenía hijos, la propiedad pasaba al pariente varón más cercano.

El compromiso nupcial (o el acto de contraer esponsales) era un contrato entre dos jóvenes realizado frente a dos testigos. La pareja se intercambiaba anillos o brazaletes. El novio o su familia tenía que pagar una suma de dinero, llamada mohar, al padre de la novia. A veces podía pagarlo en trabajo (Gn. 29:15–30). Al parecer, el padre sólo podía gastar el interés de ese capital, el cual debía devolverse a la hija a la muerte de sus padres o si ella enviudaba. Labán parece haber quebrantado esa costumbre (Gn. 31:15). El padre de la muchacha, a cambio, le daba una dote que solía consistir en sirvientas, regalos o tierras. El matrimonio era un evento más bien civil (familiar y comunal) antes que religioso. La boda se celebraba cuando el novio tenía ya su casa lista. Con sus amigos iba a la casa de la novia, en donde ella lo esperaba ataviada con su vestido especial para la ocasión y con un puñado de monedas que él le había entregado anteriormente. De allí el novio la llevaba a su nueva casa o a la casa de sus padres en donde se hacía la fiesta con los invitados. En el trayecto, amigos, vecinos e invitados formaban un cortejo con música y danzas.

En el matrimonio del Antiguo Testamento, el marido era el señor (ba’al) de su esposa. Por medio del matrimonio la mujer pasaba a ser propiedad del esposo. Las mujeres eran preciadas como potenciales madres destinadas a dar al clan el más precioso de los dones: hijos, y especialmente varones. De ahí que la esterilidad —atribuida generalmente a una falla en la mujer— era un estigma, considerado como castigo de Dios (Gn. 16:1–2; 1 S. 1:6). Sólo cuando la mujer llegaba a ser la madre de un hijo varón obtenía su completa dignidad en el hogar (Gn. 16:4; 30:1). El no tener un hijo era todavía más difícil de sobrellevar para el esposo: su casa (su descendencia) estaba amenazada por la extinción; las hijas se casaban y se iban; sólo los varones podían hacerse cargo del culto familiar, de discutir la ley y de portar las armas.

La falta de hijos en un matrimonio conducía a veces al divorcio o la poligamia. Entre los hebreos, como entre la gente del mundo antiguo en general, el tener una numerosa prole era un deseo muy generalizado. Una bendición muy apreciada tenía que ver con la abundancia de hijos (Gn. 24:60), quienes eran considerados como «saetas en manos del valiente» (Sal. 127:3–5). Más tarde, cuando se adoptó una forma de vida más sedentaria, las mujeres llegaron también a ser apreciadas por su eficiencia en el trabajo hogareño (Pr. 31:11–30).

Es interesante notar que, a pesar de tratarse de una sociedad patriarcal, muchos textos bíblicos mencionan al hombre y a la mujer juntos y en igual plano. Un primer ejemplo es Génesis 1, en donde los dos son hechos a imagen de Dios, ambos reciben el mandato de procrear y señorear. Este es en sí un pasaje en contra de la cultura dominante en donde 
sólo el varón, y en muchos lugares sólo el rey, podía ser imagen de Dios. Otro ejemplo es el quinto mandamiento que habla sobre el honor que deben los hijos a ambos progenitores (Éx. 20:12). Débora, «la madre de Israel» (Jue. 5:7), es una figura atípica del mundo antiguo, posible en un momento específico de la historia de Israel, antes de la monarquía. El libro de Proverbios habla varias veces de la necesidad de respetar y obedecer la enseñanza de padre y madre (Pr. 1:8; 6:20). El hablar mal del padre o calumniar a la madre se castigaba con la muerte (Dt. 21:18, 21; Éx. 21:15).

En los escritos de los profetas se observa que la familia, llamada a ser el altar de la fe y de la instrucción espiritual, se convertía a veces en el foco de desorientación (Jer. 9:13–14; Am. 2:4). El deterioro de la familia era un poderoso recordatorio para «volverse a Dios» (Mi. 7:6–7). Varios de los profetas levantaron sus voces para hacer volver al pueblo a una relación familiar más justa y satisfactoria como parte de su compromiso con Dios. Oseas fue un testimonio viviente de la preocupación de Dios por la monogamia. Miqueas abogó por el amor en la familia y el respeto por los progenitores. Isaías proclamó la fidelidad conyugal de Yahweh, el esposo, hacia Israel. Ezequiel continuó favoreciendo el matrimonio monogámico y el reconocimiento de un lugar más alto para la mujer tanto en la familia como en la sociedad.

Con el paso del tiempo evolucionó la estructura de la familia en Israel. La vida urbana trajo cambios. El tipo de vivienda en aldeas y ciudades restringió el número de personas que podían vivir en el mismo lugar. Disminuyó el número de esclavos en cada casa. El juicio de un hijo rebelde pasó a manos de los ancianos de la ciudad (Dt. 21:18–21). Precisamente en la época postexílica, según los relatos de los libros sapienciales, la familia judía se nos muestra más evolucionada: el amor marital y la educación de los hijos son preocupaciones constantes y la monogamia se supone como la forma corriente de relación conyugal.

La familia en los tiempos de Jesús
La primera página del Nuevo Testamento ubica a Jesús, el Mesías, como miembro de la familia de David y de Abraham (Mt. 1:1). La culminación y el cumplimiento de las promesas del pacto hechas en el Antiguo Testamento se dan en la persona y obra de Jesucristo, nacido en la trayectoria de una familia (Mt. 1:1; Lc. 3:23–38; Ro. 4:13; Gá. 3:6, 7, 16). Todos estos textos son una continuación de la manera en que el Antiguo Testamento se aproxima al cumplimiento de las promesas en el contexto de la familia. De modo que, tanto en el Antiguo Testamento como en el Nuevo, las declaraciones acerca del matrimonio y de la familia están ligadas con el mensaje total de las Escrituras que dan testimonio de Jesucristo (Jn. 5:39).

También el Nuevo Testamento usa el término «casa» (oikos en griego) para describir la familia.16 Se habla, por ejemplo, de «la casa de Israel» (Mt. 10:6; Hch. 2:36; Heb. 8:8–10) y de «la casa de David» (Lc. 1:27, 69; 2:4) para indicarla línea de familia o el linaje.

Las mujeres, siguiendo la tradición del Antiguo Testamento, tampoco eran consideradas «iguales» a los hombres. La mujer estaba obligada a obedecer a su marido como a su dueño… y esta obediencia era un deber religioso. Además, estaban excluidas de la vida pública. Joachim Jeremias escribe:

  Las hijas, en la casa paterna, debían pasar después de los muchachos; su formación se limitaba al aprendizaje de los trabajos domésticos, coser, tejer en particular; cuidaban también de los hermanos y hermanas pequeños. Respecto al padre, tenían ciertamente los mismos deberes que los hijos. Pero no tenían los mismos derechos que sus hermanos, respecto a la herencia, por ejemplo, los hijos y sus descendientes precedían a las hijas.

Según Josefo, el historiador judío del primer siglo, tanto los derechos como los deberes religiosos de las mujeres eran limitados. Sólo podían entrar en el templo al atrio de los gentiles y al de las mujeres. Había rabinos que sostenían que a la mujer no se le debía enseñar la ley. Las escuelas, donde se enseñaba la ley y además a leer y escribir, eran exclusivamente para varones. Sólo a algunas hijas de familias de elevado rango social les era permitido estudiar. En las sinagogas había separación entre hombres y mujeres. En el culto, la mujer sólo escuchaba; le estaba prohibido enseñar. En casa, la mujer no podía bendecir la comida. En general, la mujer en la cultura judía estaba segregada a un segundo plano, al igual que las mujeres de las culturas vecinas de la época.

Si la mujer ocupaba un lugar secundario en la vida doméstica, y sus deberes y derechos religiosos estaban limitados, en la vida pública no participaba en absoluto. Cuando la mujer judía de Jerusalén salía de casa, llevaba la cara cubierta con dos velos y otros atavíos que imposibilitaban reconocerlos rasgos de sus cara. La mujer que salía sin llevar la cabeza y la cara cubiertas ofendía las buenas costumbres al punto de exponerse a que su marido ejerciera el derecho —¡incluso el deber!— de despedirla, sin que estuviese obligado a pagarle la suma estipulada en el contrato en caso de divorcio. 

En síntesis, las mujeres debían pasar inadvertidas ante el público. Era una gran deshonor para un alumno de los escribas hablar con una mujer en la calle. El escriba Yosé Yojanán, que vivió un poco antes del tiempo de Jesús, recomendaba no hablar mucho con una mujer, incluso con la propia.

Mientras más notable era una familia, más estrictas eran las restricciones impuestas a las mujeres. Las solteras estaban restringidas al umbral de la casa paterna y las casadas debían portar siempre el velo. En las clases populares y en el campo, por razones económicas, parece que estas restricciones no se aplicaban en su totalidad, y las mujeres podían ayudar a sus maridos en sus trabajos y negocios.

Los esponsales, que precedían al contrato matrimonial, se realizaban cuando las jóvenes tenían entre doce y doce años y medio de edad. Hasta ese momento, la joven estaba totalmente bajo la potestad del padre: no tenía derecho a poseer el fruto de su trabajo, ni a rechazar el matrimonio decidido por su padre. Con los esponsales el joven «adquiría» a la novia. Joachim Jeremias se pregunta si existía acaso una diferencia entre la adquisición de una esposa y la adquisición de una esclava, y se responde que no, aparte de dos hechos: a) la esposa conservaba el derecho jurídicamente reconocido de poseer los bienes (no de disponer de ellos) que había traído de su casa y b) la esposa tenía el amparo del contrato matrimonial que le aseguraba recibir una suma de dinero en caso de divorcio o de muerte del esposo.

Aunque los varones eran considerados adultos a los trece años, después de una ceremonia que los hacía «hijos de la ley» y que ocurría generalmente en el templo (Lc. 2:41–42), accedían a los esponsales y al matrimonio unos años más tarde que las niñas. Un dicho atribuido al rabino Samuel «el Joven» (fin del siglo I) contempla que «a los cinco años se está listo para la Escritura; a los diez para el Mishna; a los trece para el cumplimiento de los mandamientos; a los quince años para el Talmud; a los diez y ocho para la alcoba de la novia…»

El matrimonio tenía lugar ordinariamente un año después de los esponsales. Allí pasaba la novia definitivamente del poder del padre al poder del esposo. La joven pareja generalmente iba a vivir con la familia del esposo. Allí, además de enfrentar la desventaja de tener que adaptarse a una comunidad extraña, la joven quedaba en total dependencia de su marido. Aunque en los tiempos del Nuevo Testamento ya imperaba la monogamia, la esposa estaba en la obligación de tolerar la existencia de concubinas junto a ella. Además, el derecho al divorcio era exclusivo del hombre. El marido podía «despedir» a su mujer (Mt. 19:3), según algunas interpretaciones de Deuteronomio 24:1, en caso de encontrar en ella «alga vergonzoso», quedando este recurso al capricho del hombre. Los hijos, en caso de divorcio, quedaban con el padre, lo que constituía la prueba más dura para la mujer.

«Sólo partiendo de este trasfondo —dice Joachim Jeremias— podemos apreciar plenamente la postura de Jesús ante la mujer».23 Si bien Juan el Bautista había bautizado a mujeres (Mt. 21:32), Jesús permitió que mujeres le siguieran (Lc. 8:1–3; Mr. 15:40–41; Mt. 20:20). Jesús no sólo habló con mujeres (Jn. 4; Jn. 8:2–11) sino que discutió con ellas temas teológicos (Lc. 10:38–42; Jn. 11:21–27) en una época en que ningún rabino se atrevía a hacerlo. Estos acontecimientos no tienen parangón en la historia de la época. Es más, Jesús no se contenta con colocar a la mujer en un rango más elevado que aquel en que la había colocado la cultura de su tiempo, sino que la coloca ante Dios en igualdad con el hombre (Mt. 21:31–32). Si bien es cierto que Jesús no tomó mujeres entre los doce discípulos, no significa que estableció que para el resto de la historia las mujeres quedarían fuera de las funciones oficiales de enseñanza y gobierno de la iglesia. La profesora Irene Foulkes encuentra más bien en esto la clave hermenéutica para el inicio del nuevo Israel. El nombramiento de los doce —dice ella— era una especie de parábola actuada: significaba el arranque de un nuevo pueblo «que sobrepasaría en mucho a la vieja nación definida en términos de descendencia humana de los doce patriarcas».

Jesús y los niños

En cuanto a los niños, en el Nuevo Testamento hay más de una docena de palabras griegas diferentes para describirlos, y se usan de manera muy diversa. Estos términos indican origen, estatus social, niveles de edad, etc. Algunas de esas palabras se usan también para designar a los siervos, a los simples, a los sencillos, a los ignorantes, a alguien inmaduro, a lo poco, a lo pequeño. Esto revela que la posición de un niño en el mundo del primer siglo no era la más envidiable.

En el mundo greco-romano, la primera pregunta que surgía ante el nacimiento de un niño era si debía vivir o no. En Esparta, por ejemplo, la muerte de los niños estaba institucionalizada. Incluso los filósofos justificaban esa práctica, al parecer extendida en el mundo antiguo, de «exponer» (abandonar) a los niños. Platón, reflexionando sobre la ciudad ideal afirmó:

  Pienso que los hijos de buena familia deberán ser llevados a la casa de expósitos o a ciertas niñeras que viven en barrios apartados; pero los hijos de las clases inferiores y todos los que nacen con defectos, serán expuestos en secreto, de modo que nadie sepa qué ha sido de ellos.

Si bien la educación de los niños estaba regulada en el mundo greco-romano, las opiniones estaban divididas entre si los niños debían ser educados por sus padres en el hogar o si debían ser entregados a tutores, maestros y niñeras. Para los ciudadanos de Esparta, como para Platón, los niños debían ser separados y criados fuera de sus hogares. Educar a un niño era considerado como domar un animal. Platón afirmaba:

  Del mismo modo que las ovejas o cualquier otro animal no puede estar sin pastor, así los niños no pueden vivir sin tutor ni los esclavos sin amo. Y de todas las criaturas salvajes, el niño es la más intratable, en tanto que, por encima de todas ellas, posee una fuente de razonamiento que aún no ha sido domada, y por lo tanto es traicionero, astuto e insolente. El niño debe ser sujetado con muchos frenos —primero, cuando deja el cuidado de la niñera y la madre, con un tutor que guíe su ignorancia, y luego con maestros de toda clase de temas y lecciones— para que se transforme en un niño libre. Pero, por otra parte, debe ser tratado como un esclavo; y todo hombre libre que lo encuentre en falta deberá castigar tanto al niño como al tutor.

En contraste, para los israelitas el nacimiento de un niño—especialmente el de un varón— era un acontecimiento feliz, una bendición (Sal. 127:3–5). No sólo que se consideraba un crimen abandonar a un niño, sino que el mismo Dios de Abraham, Isaac y Jacob se presentaba como el protector de los niños abandonados (Ez. 16:4–14, específicamente aquí de una niña que simboliza a Israel). Los niños estaban incluidos en el pacto (o alianza) de Dios con Israel. Mediante la circuncisión de los varones y la presentación en el templo (Lc. 2:21–38) se los incluía en la comunidad. Los niños eran instruidos en la Ley por el padre (Dt. 6:4–9) y participaban activamente en la celebración de la pascua en el hogar. Sin embargo, en general los niños eran considerados insignificantes, al punto que no eran contados como gente (Mt. 14:21). El rabino del primer siglo Dosa ben Harkinas (c. 90 d.C.) escribió: «Dormir en la mañana, tomar vino al mediodía, conversar con los niños y sentarse a la mesa con gente ignorante, ponen a un hombre fuera del mundo».

Sólo ante el trasfondo greco-romano y judío de su tiempo es posible apreciar con justicia las palabras, actitudes y acciones de Jesús con los niños (Mt. 19:13–15; Mt. 11:25; Mt. 18:3; Mr. 9:36–37; Mr. 10:13–16; Lc. 7:31–35; Mr. 9:33–37 y sus respectivos pasajes paralelos). La actitud de Jesús hacia los niños era tan nueva y sorprendente que sus discípulos se quedaban desconcertados (Mr. 10:13–16).

  Aún hoy podemos preguntarnos si la iglesia cristiana desde entonces ha entendido totalmente estas sorprendentes acciones y dichos… En la persona de Jesús —en sus enseñanzas, vida, muerte y resurrección— el Reino de Dios estaba realmente anticipándose. Dentro de esta realidad anticipada del Reino, los niños aparecen en una luz totalmente nueva.

Jesús y la familia

Jesús validó la institución familiar. Él mismo llegó al mundo a través de una familia en la cual, además de padres, tuvo hermanos y hermanas (Mt. 13:55–57). Jesús experimentó una niñez de crecimiento integral, tanto físico como intelectual, social y espiritual (Lc. 2:52). Como adulto, aunque rabino itinerante, sin hogar fijo (Lc. 9:58), supo disfrutar de la hospitalidad hogareña (Mt. 8:14; Lc. 10:38–42). Su primer milagro lo realizó en una boda (Jn. 2:1–12). Hizo muchos otros milagros que demostraron su preocupación por la familia (Mt. 8:14–15; Lc.7:12–16; Jn. 11:5–44). Nos enseñó a llamar a Dios «Padre nuestro» (Mt. 6:9) y lo presentó como el padre que espera alerta el retorno del hijo pródigo (Lc. 15:11–32). En la cruz se preocupó de la seguridad de su madre encargándola al discípulo que amaba (Jn. 19:26). Parece que no sólo su madre, sino también sus hermanos estaban entre los discípulos en el aposento alto después de su ascensión (Hch. 1:14).

Jesús cuestionó la idea de que la descendencia biológica judía alcanzara para la membresía en el Reino de Dios (Mt. 12:48–50). Sin embargo, mucho de su ministerio público estuvo dirigido a la familia. Enseñó enfáticamente que el cuarto mandamiento, honrar padre y madre, permanecía válido aun por encima de las obligaciones cúlticas (Mt. 15:3–6; Mr. 7:10–13). Restableció claramente la igualdad de derechos entre el hombre y la mujer en el matrimonio al negar al marido el derecho al repudio y a la poligamia (Mt. 19:3–8; Mr. 10:2–9), privilegios patriarcales reconocidos en el mundo antiguo.

 En su trato con las mujeres y los niños, gente de segunda categoría en la ciudadanía de ese entonces, Jesús no siguió las costumbres de la época. Según Jesús, los niños tenían un alto valor como miembros de su Reino (Mr. 10:13–16). Entre sus palabras más fuertes están las que tienen que ver con actitudes y acciones de adultos que hacen tropezar a un niño (Mt. 18:6).


Los apóstoles y la familia
Algunos apóstoles eran hombres de familia (Mt. 8:14; 1 Co. 9:5). Aunque San Pablo prefirió permanecer solo por causa del evangelio, honró el matrimonio de otros (1 Co. 7:1–9; 1 Ti. 4:1–4). Aconsejó a las esposas cristianas permanecer en unión con sus esposos, aunque éstos no fueran creyentes (1 Co. 7:10–16). La buena marcha de la familia fue una de las maneras de reconocer a pastores y diáconos (1 Ti. 3:1–13; Tit. 1:5–7). La hospitalidad en hogares cristianos era una virtud muy apreciada (Ro. 12:13; 1 P. 4:9). Las relaciones cristianas en los círculos familiares de los creyentes eran un poderoso testimonio a los inconversos (1 P. 3:1–7). Allí, en la familia, las virtudes abstractas de amor, perdón, gozo, paz, benignidad, dominio propio (Gá. 5:22) tienen la oportunidad de hacerse realidades concretas.

El Apóstol Pablo y los demás escritores del Nuevo Testamento estaban familiarizados con los patrones de autoridad familiar que prevalecían en el ambiente de su tiempo. Aparentemente aceptaron las normas existentes y no abogaron por cambios en la estructura social. Sin embargo, por medio de sus enseñanzas y sus acciones hicieron evidente su convicción respecto al valor de las mujeres y los niños. En un ambiente en que los judíos hacían su oración matutina dando gracias a Dios porque no habían nacido ni gentiles, ni mujeres ni esclavos, ellos hablaron con mujeres, les instruyeron del Reino de Dios, ministraron a sus necesidades y les encomendaron un lugar en la obra del Reino (Hch. 1:14; 16:13–40; 18:26; Ro. 16:1–5; 1 Co. 16:19–20; 2 Jn.; etc.). No son pocas las menciones que San Pablo, por ejemplo, hace de mujeres como «colaboradoras en Cristo» (Ro. 16:1–4) y «combatientes» en el arduo trabajo de la evangelización (Fil. 4:1–3) y en la labor pastoral (Ro. 16:1). Nombres como Evodia y Síntique, Priscila y Febe han sido celosamente conservados en las Escrituras como una manifestación de los espacios que la Iglesia de Jesucristo del primer siglo, en medio de sus errores y limitaciones, abría y mantenía para el ministerio de la mujer.

La estructura social patriarcal no fue puesta a un lado por Jesús y los apóstoles. La estructura familiar de aquella época, como la comunidad de personas relacionadas por vínculos de matrimonio y parentesco y regidas por la autoridad del padre, fue reconocida y puesta al servicio de Dios y la edificación de la Iglesia del Nuevo Testamento. El libro de Los Hechos de los Apóstoles narra casos de familias enteras que aceptaron el evangelio y fueron bautizadas (Hch. 10:24–48; 16:15; 16:31–33; 18:8). Esto da testimonio no sólo de la unidad familiar de los que se convertían al Señor, sino también de que el padre de familia —y a veces la madre, como en el caso de Lidia (Hch.16:15)— era el portavoz de toda su casa delante de Dios y de la comunidad (Jn. 4:53; Lc. 19:9; Flm. 1–2).

Esto indica que el evangelio no arrancó bruscamente a los primeros cristianos de su sistema habitual de familia, ni los aisló inútilmente de la sociedad en que vivían. Más bien reconoció los valores de la familia (al igual que reconoció los valores de la cultura) cuando éstos correspondían a los principios del Reino de Dios. Al mismo tiempo, el evangelio evaluó y juzgó tanto el ambiente social como el familiar cuando estos no estaban de acuerdo con la voluntad de Dios.

Es más, el vocabulario que el Nuevo Testamento usa para referirse a la relación de los redimidos proviene de las relaciones familiares. Por creer en Jesucristo somos hechos hijos del Padre celestial (Jn. 1:11–13). Al ser parte de la Iglesia estamos en la comunidad de hermanos, en la cual Cristo es «el primogénito entre muchos hermanos» (Ro. 8:29). Una evidencia de pertenecer a «la familia de Dios» (Ef. 2:19; Gá. 6:10) es la demostración del amor en la comunidad de hermanos (1 Jn. 3:14–16).

A través de los saludos de San Pablo a los creyentes en Roma es posible asomarnos a la ventana de algunos de los hogares, casas y composiciones familiares en las iglesias del Nuevo Testamento. De las veintinueve personas que San Pablo saluda en el capítulo 16 de su epístola a los Romanos, solamente tres son parejas casadas y ninguna representa la típica familia patriarcal de aquel entonces: a Prisca (Priscila) se la nombra primero aquí (vv. 3–4) y en Hechos 18:18 señalándola como la que encabezaba la pareja ministerial junto con su esposo Aquila (Hch. 18:2); Andrónico y Junias (v. 7) representan una pareja igualitaria de «apóstoles».31 Filólogo (que significa «el que le gusta hablar», cualidad supuestamente femenina) y Julia (v. 15) forman la otra pareja. Aunque los hombres (diecinueve en total) son casi el doble que las mujeres (diez en número), sólo a tres hombres se los saluda como líderes de la iglesia, mientras siete de las diez mujeres son específicamente mencionadas por su liderazgo (vv. 1–2, 3–5a, 6a, 7a, 12). Puede concluirse que muchas de las iglesias del siglo I en el mundo helénico fueron fundadas y lideradas por mujeres. En efecto, la primera convertida en Europa fue Lidia (Hch. 16:11–15), a quien «el Señor le movió a poner toda su atención en lo que Pablo decía (y) fue bautizada con toda su familia» (vv. 14b–15a, VP). Al parecer, el modelo patriarcal de presbíteros (varones) fue un patrón que prevaleció entre las iglesias de origen judío.

El resto de casas que San Pablo saluda en Romanos 16 reflejan diversas configuraciones familiares que el Apóstol dignifica y apoya con sus saludos. No se hace alusión a la situación doméstica de algunas mujeres como Febe, la diaconisa de Cencrea a quien honra con su primer saludo (v. 1), María (v. 6) y Pérsida (v. 12b), y de algunos hombres tales como Epeneto (v. 5b.), Ampliato (v. 8), Urbano (v. 9), Estaquis (v. 9), Apeles (v. 10) y Herodión (v. 11). Trifena y Trifosa (v. 12) al parecer son dos hermanas que «trabajan en el Señor». Rufo vive con su madre (v. 13). El versículo 14 lleva un saludo a un grupo de cinco hombres que viven bajo el mismo techo con un número no determinado de otros hermanos, probablemente sus sirvientes o esclavos. Con Filólogo y Julia viven Nereo y su hermana, además de otro soltero, Olimpas, y otros «santos que están con ellos» (v. 15). Esta variedad de expresiones domésticas de la iglesia de Roma de ninguna manera es causa de divisiones sino de bendición, gozo y esperanza (vv. 17–20).

Conclusión

Cuando venimos a la Biblia para buscar elementos orientadores para la vida familiar y el trabajo pastoral con familias, no venimos con las maletas vacías. Traemos, por un lado, siglos de tradiciones cristianas que han interiorizado en nosotros valores, creencias, actitudes respecto al matrimonio, a la familia, a las relaciones entre hombre y mujer, etc.

 Por otro lado, acarreamos, sin ser necesariamente conscientes, tanto los patrones culturales que hemos heredado de generación en generación como los que se van formando alrededor nuestro aquí y ahora. Al llegar a la Biblia nos encontramos que el mensaje eterno de Dios se ha encarnado profundamente en sociedades humanas en el tiempo y el espacio, y como tales sujetas a cambio. De modo que para afirmar nuestras bases teológicas sobre el matrimonio y la familia no podemos simplemente hacer un listado de versículos sobre la niñez, el noviazgo, el matrimonio, la familia, y los hijos. Como hemos visto, necesitamos indagar sobre los contextos culturales, los momentos históricos, las costumbres y las limitaciones sociales en medio de los cuales se dieron los textos sagrados.

Después de ese ejercicio, la pregunta crucial debe encararse: ¿cómo interpretar, usar y aplicar los textos bíblicos de hace veinte siglos o más a las condiciones tan distintas y en cambio continuo de finales del siglo xx? La profesora Foulkes, desde su perspectiva de maestra de la Biblia y mujer, afirma que hay que comenzar con Jesús. Jesús desafió los patrones culturales imperantes y sancionados por la religión que restringían los espacios humanos necesarios para el desarrollo pleno de mujeres, niños, siervos y marginados. Jesús, por su palabra y obra, abrió esos espacios facilitando a sus seguidores encontrar su lugar en la comunidad de redimidos y en la comunidad humana. Afirma que aunque esos espacios se interrumpieran, como en el caso de la lectura rabínica que San Pablo hace de Génesis 2–3 en 1 Timoteo 2, no se altera el impulso básico ya demostrado en su lanzamiento.

  Lo que la Iglesia en cada época posterior está llamada a examinar es cómo lanzarse hacia adelante sobre la línea ascendente marcada por Jesús, por Pablo y sus compañeros de misión y por las primeras comunidades. La tradición cristiana, a menudo muy influenciada por corrientes que no parten de Jesús ni de su obra liberadora, ha perdido de vista esa trayectoria iniciada. Es responsabilidad nuestra, en medio de nuestra cultura pero en fidelidad a Jesús, tratar de recuperarla y adelantarla.

Una observación final: mucha de la enseñanza de la iglesia acerca de la familia, se aplica a la persona, a la pareja y al hogar (o casa) en general. Con el reconocimiento logrado hoy por la persona como individuo, con la creciente distinción entre pareja y familia, con la justa afirmación de la mujer como persona diferenciada del hombre, y el control sobre la procreación, nos encontramos ante un proceso inevitable e irreversible hacia la clara distinción entre persona, pareja, familia y casa (como unidad doméstica, «household»).

Este proceso, sin embargo, no tiene que ser visto con pesimismo. Al contrario, las familias cristianas contemporáneas tienen el potencial para desarrollar relaciones cercanas más justas y equitativas; la intimidad puede florecer a medida que las formas autoritarias desaparecen; la igualdad de los sexos puede proveer un mejor sentido de identidad y apoyo para las nuevas generaciones; la procreación —al ser considerada más bien opcional antes que esencial para la familia— puede estar dotada de un sentido más rico y pleno de realización y solidaridad humanas.
 


jueves, 1 de enero de 2015

La planificación del sermón: Trazar la ruta del mensaje

Por eso, el que tiene este cargo ha de ser irreprensible debe ser apto para enseñar;no un neófito, no sea que envaneciéndose caiga en la condenación del diablo. 1Timoteo3:2,6


 
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Domina Tu Tiempo En La Predicación

Cuando se trata de la Predicación del evangelio, estamos hablando de entregar a nuestros oyentes un mensaje, que no solamente requiere conocimiento de la Palabra de Dios, sino que además tenemos la responsabilidad de saber Dominar el tiempo que tenemos para entregar ese mensaje.

Es de tanta importancia este punto debido a que, sea cual sea la cantidad de tiempo que vayas a utilizar, debes sacarle el máximo provecho, considerando que tus oyentes se darán cuenta cuándo en realidad sabes valorar ese tiempo que ellos también han dedicado para escucharte.

Decide por Anticipado Cuanto Tiempo vas a utilizar para tu Mensaje
Antes de que llegue ese momento de la predicación, debes estar ya seguro cuanto tiempo vas a utilizar para dar un mensaje. 

No tienes porque caer en el error de dejarlo todo para última hora, y peor aún, creer que tú harás lo que Dios te indique en ese momento.

 Te aseguro que si dedicas tiempo a la preparación de tu mensaje y ya sabes de antemano que vas a decir y cuanto tiempo te has de llevar, créemelo que te sentirás mas seguro, y veras como el Señor te va a usar en el momento de tu predicación.

Divide el Tiempo en Segmentos, de acuerdo a las partes de tu mensaje
Esta es una técnica muy sencilla pero importante en Como Predicar. Si tu mensaje contiene tres puntos importantes, Y, suponiendo que vas a predicar cuarenta (40) minutos, entonces  divide tu tiempo en cinco partes, es decir:
a. 5 minutos en el desarrollo de la introducción en tu mensaje.
b. Primer punto de tu mensaje 10 minutos.
c. Segundo punto 10 minutos.
d. Tercer punto 10 minutos.
e. 5 minutos para la conclusión de tu mensaje.

Sé Prudente, en cuanto a la respuesta que tu publico te está concediendo
Debes ser prudente en este punto, debido a que es mejor terminar cinco o diez minutos antes de lo planeado y no quedarte sin argumento para tu mensaje, y vas a echar a perder todo lo que has conseguido hasta aquí.

Te recomiendo una técnica que me gusta utilizar personalmente, y es que, si donde estoy predicando no tengo un reloj a la vista, entonces siempre cargo mi propio reloj, como también ya tengo anotado en mi bosquejo a un lado de cada punto la cantidad de minutos que he asignado para cada uno de ellos..  Tú puedes utilizar esta técnica  disimuladamente durante la predicación sin que el público lo note y les cause distracción.

Recuerda, el aprender a dominar el tiempo en la predicación, significa que tú tienes el absoluto control del mismo y a la vez aprendes a cada vez ser más efectivo en la predicación. 


Qué bueno que todos los predicadores tuvieran esa misma preocupación. Si así fuera, entonces no tendríamos que escuchar tantas y tantas incoherencias, tanta palabrería intrascendente y tantas  imprecisiones doctrinales. ¡Por Dios! Cada persona que se subiera al púlpito debería hacerlo con temor y temblor, como si por alguna insensatez que dijera pudiera caer fuego del cielo y consumirla.

Charles Spurgeon, el célebre predicador inglés del siglo XIX, y a quien se le conoce como "el príncipe de los predicadores", decía a sus alumnos, futuros pastores:

"Es una necedad prodigar palabras y escasear


 verdades. Hermanos, si no sois teólogos,

no sois buenos para nada, como pastores.

Las palabras sirven con demasiada frecuencia

como hojas de higuera para cubrir la ignorancia

del predicador sobre asuntos teológicos."

(Tomado del libro "Discursos a mis estudiantes" de Charles Spurgeon

y editado por la Casa Bautista de Publicaciones)

Sinceramente, los buenos predicadores, los santos hombres de Dios, los respetuosos de la palabra divina, no tienen muchos sermones para predicar, más bien pocos, pero son sermones bien trabajados, bien elaborados, muy corregidos, apegados a la verdad y ungidos. A tal punto se han refinado sus mensajes que ellos los pueden predicar más de 10 veces en un año a diferentes auditorios y siempre Dios se glorifica a través de ellos.
Se dice que el célebre Jonathan Edwards predicó miles de veces su famoso sermón: "Pecadores en manos de un Dios airado", y que cada vez que lo exponía la unción de Dios caía sobre el auditorio y las almas respondían presurosas a la invitación de rendir sus vidas a Cristo. Algunos referían que casi podían sentir el fuego del infierno bajo sus pies mientras estaban escuchando a Edwards.
Tal vez usted no haya sido llamado a predicar sobre el infierno, pues ha tenido otro tipo de llamado, otro tipo de mensaje y otro tipo de ministerio diferente al de Edwards, pero sí podremos aprender en homilética de éste, de Spurgeon y de otros ilustres predicadores, algunas buenas lecciones que le  serán útiles en el arte de la exposición bíblica.

La homilética es el arte de la predicación, y su nombre viene de la palabra "homilía", que era el famoso sermón expositivo que se predicaba en los albores del cristianismo. 

Ahora, haciendo un acróstico con la palabra "homilética", que tiene 10 letras, veamos 10 rápidos consejos que podrán serle muy beneficiosos:
1.  HAMBURGUESAS NO, FILETES SÍ

Propóngase preparar sermones que valgan la pena, comida suculenta, nutritiva, no comida chatarra que puede llenar y engordar, pero no alimentar y dar crecimiento. Un buen mensaje puede quedar imborrable en el corazón de una persona para el resto de su vida, y lo más importante, transformar positivamente su vida para siempre. Y no es que sea nuestra habilidad comunicativa la que hace milagros, no, es la Palabra de Dios la que tiene esa virtud, pero la Palabra de Dios debe ser bien administrada, pues se puede volver inocua. Es como tener una buena medicina, pero aplicársela nocivamente a un paciente.

Eliú Monasterios, Director de Promoción de la Sociedad Bíblica Iberoamericana, dice que el Evangelio de Jesucristo es tan poderoso que a pesar de lo mal que lo exponemos, las almas se salvan.

Entonces, no sirva hamburguesas, sirva filetes.
2.  OPORTUNIDADES NO SON MOTIVOS.

 No piense que por que se le presenta la oportunidad de hablar de un tema entonces ya está preparado para hacerlo. Tener la oportunidad de predicar no es necesariamente un motivo para hacerlo. Se debe hablar lo que Dios dice que se debe hablar. Y Dios nunca le pedirá que haga algo para lo cual Él no lo ha dotado previamente. Por eso, propóngase no hablar nunca de lo que no sabe. Dios no está en la obligación de respaldar nuestras torpezas ni la gente de escuchar nuestras sandeces. Además, no es pecaminoso ni vergonzoso decir que no sabe de algún tema.

Entonces, no haga de cada oportunidad un motivo para predicar de lo que no sabe.
3.  MIRE EL BOTE ANTES DE TIRARSE AL MAR.

Antes de lanzarse a predicar, fíjese en qué tipo de sermón es el que va a predicar. Básicamente hay tres tipos de sermones:

  • El sermón textual. Que está basado en un texto pequeño de la Biblia, puede ser un versículo, y de allí se deriva toda la enseñanza.

  • El sermón temático. Que se basa en un tema escogido por el predicador y el cual se sustenta con varios textos bíblicos, sin usar muchos, para que no parezca que va haciendo un tour por toda la Biblia.

  • Y el expositivo. Que se basa en una historia bíblica o un largo texto bíblico, del cual se extraen una o varias enseñanzas. No se debe exagerar sacando demasiadas enseñanzas diferentes una de la otra.

Un buen sermón nos puede tomar uno o varios años prepararlo bien, corregirlo, aumentarle o quitarle. Y cada sermón debemos referirlo a un tema específico, no a varios. Sobre este particular dice Spurgeon:

"No hagáis merito de demasiados pensamientos


en un sermón. Toda la verdad no se puede tratar en

un discurso. En nuestros tiempos se nos exige que

digamos mucho en pocas palabras, pero no demasiado,

ni con demasiada amplificación. Un pensamiento bien

presentado y fijado en la mente sería mucho mejor que cincuenta que se oyeran sin pensar seriamente en ellos.

Un clavo bien dirigido y afirmado, sería más útil que

 veinte fijados negligentemente, y que se pueden sacar

con mucha facilidad".

Antes de predicar ore a Dios pidiéndole que el Espíritu Santo le guíe a seleccionar el tipo de sermón que va a predicar, no deje eso para más adelante, eso es algo que se debe definir antes de seguir.

Entonces, mire el tipo de bote que va a usar antes de lanzarse al mar.
4.  INSISTA EN VIAJAR CON MAPA.

Antes de empezar un viaje es importante contar con un mapa, y teniéndose el mapa se debe ubicar dónde está usted, para dónde va y qué camino va a seguir. En la predicación igualmente siempre se debe contar con una carta de navegación. Y esto nos enseña a ser ordenados, a planificar nuestra exposición.

El apóstol Pablo le aconsejaba al joven pastor Timoteo:

"Procura con diligencia presentarte a Dios aprobado,

un obrero que no tiene de qué avergonzarse, que

 traza correctamente la palabra de la verdad."

(2 Timoteo 2:15 Biblia Textual Reina Valera)

Esa palabra "trazar", que en la Biblia Reina Valera 1960 se ha traducido como "usar", es la palabra griega "orthotomeo" cuya traducción exacta debe ser: trazar, manejar acertadamente, cortar recto. "Orthotomeo" viene de las raíces "orthos", que es recto, y "temno", que es cortar.

En otras palabras, si Timoteo quería ser un buen predicador debía trazar bien la ruta de su mensaje, separar un tema de otro, y cortar recto para saber qué iba a decir y qué no iba a decir.

A manera de ejemplo pudiera decir que aunque el versículo antes citado, 2 Timoteo 2:15, se refiere a varios temas (la diligencia, el obrero aprobado, la vergüenza ante Dios, etc.) no por ello me voy a desenfocar del tema tratado, que es la homilética, y dentro del tema de la homilética el subtema de la planificación del sermón, y dentro del subtema de la planificación del sermón el punto de trazar la ruta del mensaje.

Si nos pusiéramos a ver los otros temas que toca el versículo entonces nos desenfocaríamos, perderíamos el foco, el centro, dejaríamos de concentrarnos en el objetivo y apartaríamos la mirada hacia algo diferente, que aunque pudiera ser interesante para otro momento, no lo es ahora. Esto es como en las sanas peleas de los matrimonios, se discute de un sólo tema a la vez.

Con mucha frecuencia se observan predicadores que andan brincando de un tópico a otro según acuden los pensamientos a su mente. Y peor aún, revuelven una doctrina con otra, como es el caso tan frecuente de mezclar la Gracia de Jesucristo con la Ley de Moisés, dos doctrinas que según Juan 1:17 y Romanos 11:6 son como el agua y el aceite.

Sería de mucha ayuda para todo predicador considerar dividir la exposición de su mensaje en tres puntos básicos: la introducción, el cuerpo del mensaje y la conclusión. Veámoslo en detalle:

  • La introducción.

Debe ser breve y despertar el interés del auditorio, es como un abrebocas. Se puede iniciar con una pregunta, con una anécdota, con un apunte de buen humor, con un testimonio, con una frase célebre, etc.

Hay que ser muy creativo para la forma como se inicia un sermón. Un profesor de homilética decía a sus alumnos que en los primeros cinco minutos de una prédica él sabía si valía la pena quedarse a escuchar o irse. Como regla general es importante que cuide sus primeras diez palabras, ellas son claves, pues, o se gana la atención del público, o se pierde.

  • El cuerpo del mensaje.

Es la parte medular de la exposición. Aquí se debe cuidar de no irse por las ramas, de centrar el rumbo de la nave y llevarla a la velocidad que es legal y de acuerdo al tiempo disponible. Debemos estar enfocados en el tema, no salirnos de él. Cerciorarnos de que la gente está entendiendo, de que a nadie estamos arrullando ni aturdiendo y que todos están comiendo bien, masticando bien y tragando bien. Es muy importante por ello partir el filete en trozos pequeños, que se puedan comer sin que nadie se ahogue, y esto quiere decir que el tema debe ser partido en dos, tres, cuatro o cinco puntos como máximo, para luego ir tratando punto por punto. Demasiados puntos serían muy difíciles de recordar después.

  • Y la conclusión.

A muchos les cuesta terminar, parece que tuvieran la impresión de que algo les falta por decir y no lo pueden recordar. Amenazan varias veces con la conclusión, pero cuando parece que ya van a aterrizar, entonces se vuelven a elevar. Estos oradores tienen que esperar hasta ver las caras sufrientes de sus oyentes que claman por el final, o ver a algunos impacientes que se levantan y se marchan. Hay que saber cuándo terminar. Poca comida deja con hambre, mucha comida puede enfermar. La conclusión debe ser breve, contundente, firme. No esté anunciando que ya casi va a terminar, sencillamente, termine. Y terminado el mensaje no agregue nada más, sólo dé lugar para que el alimento sea digerido y el Espíritu Santo pueda ministrar a la concurrencia.

Es importante romper con la dañina costumbre de leer un texto bíblico, cerrar la Biblia, y luego lanzarse a navegar en un océano de pensamientos diversos y en el orden en que van llegando a la mente. Hay que ser ordenado, Dios es un Dios de orden. No justifique el desorden diciendo que es culpa del Señor que le trae ideas dispersas a su mente.

Deseche las anécdotas, las historias, los textos bíblicos y todo aquello que pase por su mente pero que no aporta nada al tema. Y ocúpese de predicar siempre usando la Biblia, no permita que las señoras las guarden en sus carteras. En homilética se aconseja que todo tema que usted no pueda sustentar bíblicamente, no vale la pena predicarlo.

Entonces, insista en viajar con mapa, no se vaya a perder.

5.  LA SAZÓN Y LA BUENA MESA SON CLAVES.

No basta con tener un excelente sermón dado por Dios y con el sello de su aprobación y unción. Se requiere que seamos buenos expositores de ese mensaje. Una buena comida, mal sazonada y mal servida, puede dañar el banquete.

La homilética es el arte de la predicación, no la ciencia, y por ser arte entonces requiere de nuestra creatividad, de nuestro ingenio. Es por ello menester que procuremos sonar interesantes, atractivos para el auditorio. Hagamos que "las buenas nuevas" nunca suenen a "malas viejas".

Un bosquejo para el sermón nos proporciona el esqueleto del mismo, pero ese esqueleto debe ser rellenado con músculos, nervios y tendones. Una buena prédica debe estar acompañada de interesantes ilustraciones, tal vez de un testimonio, de una anécdota, de un himno, de un coro, de una frase célebre, etc.

Y hay que cuidarse de no sonar egocéntricos, pues enfocarnos en hablar mucho de nosotros mismos y citar expresiones como "yo", "mi" y "me", pueden resultar muy chocantes. Igualmente se debe procurar que la atención del auditorio no decaiga y que el mensaje no pierda su interés.

Un riego que siempre se correrá será el de querer agradar tanto al auditorio que finalmente les predicaremos para halagar sus oídos y no para satisfacer el mandato del Señor. Y hay que tener presente que es Dios quien siempre dirá qué es lo que se debe predicar, aunque sazonaremos y serviremos la mesa a gusto del auditorio. En otras palabras, se habla lo que Dios dice que se hable, pero se habla como al público le gusta escuchar y como el público puede entender.

Entonces, prepare buena comida, bien sazonada, y sírvala en buena mesa, con elegancia, despertando el apetito.

6.  ENTRETENER NO ES EDIFICAR, PERO LA EDIFICACIÓN DEBE SER ENTRETENIDA

La experiencia nos enseña que hay predicadores muy interesantes, con mensajes sumamente ricos en doctrina, pero terribles en su exposición, anestesian al auditorio, lo duermen con su inamenidad y su falta de dinamismo.

Y hay otros expositores que son bastante agradables, jocosos, dinámicos, imprevisibles, llevan al auditorio desde el extremo de las lágrimas hasta el extremo de la risa contagiosa, pero lastimosamente sus mensajes son comida chatarra, intrascendentes, sin peso doctrinal.

Conviene que pensemos en un punto de equilibrio: predicar mensajes amenos, agradables, dinámicos, y con sustancia, ricos en doctrina, cargados de verdades espirituales, cerciorándose además de que el nombre de Jesucristo sea exaltado y de que sus doctrinas alumbren las mentes de los oyentes


Evite a toda costa dejarse llevar por las modas y las consabidas frases religiosas clichés: "repita conmigo"; "cuántos trajeron sus manos esta mañana"; "dile al que está sentado a tu lado"; "levántate de la silla y sacúdete de toda opresión"; "zapatea fuerte, pisa, pisa al diablo", etc.


Estas costumbres lejos de enriquecer la exposición bíblica y hacerla entusiasta más bien puede perturbar a algunos oyentes y hacer sentir ridículos a otros de sobrios modales.

Tampoco se proponga desesperar a su auditorio con muletillas cada cinco palabras: "y a su nombre..."; "cuántos dice amén"; "entonces Pedro, aleluya, le dijo al Señor, gloria a Dios, sólo tú, bendito sea su nombre, tienes palabras, santo, de vida eterna, bendito".
 

Cuando vaya a decir un aleluya, o un gloria a Dios, hágalo en el momento oportuno, con un sentido manifiesto, sabiamente, y de todo corazón.

Entonces, aunque su misión es edificar, no entretener, no haga de la edificación algo bien aburrido, póngale vida.


7.  TOQUE OTRAS MELODÍAS, NO SEA REPETITIVO

Es verdad que el tipo de talentos, dones, ministerio, conocimientos y preferencias, lo inclinarán a uno a privilegiar ciertos temas de predicación por sobre otros, pero no por ello debemos someter a la gente a comer siempre lo mismo. Es importante tener una dieta variada y balanceada, no sólo por motivos de  gusto, sino de salud,

La Biblia nos presenta cientos y cientos de temas que pueden ser predicados con objetivos diversos. El Dr. James D. Crane, en su libro "El sermón eficaz", menciona seis propósitos generales:

·El propósito evangelístico (apunta a conversiones)

·El propósito doctrinal (apunta a enseñar doctrina)

·El propósito de devoción (apunta a la adoración total)

·El propósito de consagración (apunta a la dedicación)

·El propósito ético (apunta a la santidad de vida diaria)

·Y el propósito de dar aliento (apunta a fortalecer)

Charles Spurgeon, refiriéndose a las escogencia de los temas a predicar, dice:

"Téngase pues por sentado que todos nosotros

estamos persuadidos de la importancia de predicar

no sólo la verdad, sino la verdad que sea más a propósito

para cada ocasión particular. Debemos esforzarnos

en presentar siempre los asuntos que mejor cuadren

con las necesidades de nuestro pueblo."

Debe evitarse siempre el peligro de aprovechar un sermón para hacer anuncios, para enviar indirectas a una persona, para responder a agravios o lanzar ataques. Si algo hay que informar, debe hacerse en otro momento, y si algo hay que decirle a alguien, entonces es mejor llamarle aparte y decírselo, pero no hacer uso de la prédica para tales fines.

Sobre este particular añade Spurgeon:

"No permitamos que nuestra predicación directa

y fiel degenere en regaños a la congregación.

Algunos llaman al púlpito ´´Castillo de los Cobardes´´,

y tal nombre es muy propio en algunos casos,

especialmente cuando los necios suben a él e insultan

impúdicamente a sus oyentes, exponiendo al escarnio

público sus faltas o flaquezas de carácter."


Un buen predicador debe afinar su oído espiritual para que el Espíritu Santo le guíe en la escogencia de sus mensajes. Además de ello, debe estar atento a las necesidades particulares de su auditorio, pues así sabrá cuál es la dieta más recomendable en materia de comida espiritual.


Una dama decía con humor acerca de su pastor: "En semana es invisible, y el domingo... incomprensible". Otra señora hacía también su aporte jocoso y refería sobre el ir a consejería con su pastor: "Es como exponer su asunto en público, pues su caso será usado como ilustración en el próximo sermón".


Entonces, ni fastidie ni desnutra a su auditorio sirviendo la misma comida de siempre. La Biblia es como un arpa con mil cuerdas, de modo que hágase un favor a usted mismo y tenga compasión de sus oyentes, anímese a tocar otras melodías, no sea tan repetitivo.


8.  INTENTE SER UN HUMANO, NO UN EXTRATERRESTRE

Es aceptable que el pararse frente a un público para hablar media hora como vocero de Dios nos imponga un cierto temor reverente, pero no por ello debemos dar lugar ni al pánico ni a la excesiva confianza.

El pánico nos amarrará de pies y manos y nos tapará la  boca. Nos hará unos torpes sin remedio. Derramaremos el vaso de agua sobre nuestras notas, nos tropezaremos con el cable del micrófono, se nos borrarán los versículos de la Biblia y se nos aflautará la voz. Y para rematar, el auditorio se sentirá más incómodo que nosotros mismos viéndonos en ese sufrimiento.


La excesiva confianza nos podrá llevar a extremos como la pedantería, la comicidad, el irrespeto, el desorden o inelegancia.


El temor de predicar las primeras veces es normal, pues el enfrentar una experiencia nueva y el sentir la responsabilidad de no defraudar ni a Dios ni a la concurrencia pesa bastante.

Pero definitivamente, lo que más pesa sobre nuestros hombros es el egocentrismo, la concentración en nosotros mismos. Preocuparme tanto por mi voz, por mi expresión, por mis movimientos, por mi vestuario, por mi peinado, por mi.. y mi... y mi... me tensiona demasiado. 


Debo relajarme y enfocar mi atención primeramente en Dios, para tener plena conciencia de que él me está usando como canal de comunicación con el auditorio. Y en segundo lugar, debo enfocarme en el público, quien me está mirando, no tanto para evaluarme, sino para recibir el pan espiritual que Dios les quiere dar y que ellos necesitan para no morir de hambre.


Es un acto egoísta ver a tantas ovejas hambrientas esperando recibir comida de nuestra mano y nosotros estar sosteniendo un espejo con esa misma mano para ver cómo está nuestra apariencia. Quitemos la mirada de nosotros mismos y miremos al Dios de las ovejas y  a las ovejas de Dios.


Por supuesto que después, con cabeza fría y tranquilidad suficiente, habrá un tiempo para evaluar nuestro sermón, para corregirnos, ayudados por un casete de audio o un videocasete, para recibir comentarios y para disponernos con toda humildad a mejorar cada vez más. La perfección nos tomará toda la vida, la mediocridad sólo unas horas.


Conviene aquí recomendar que bajo ningún punto de vista se le ocurra imitar a otros predicadores, así sean muy buenos o de su completa admiración. A Dios no le gustan las fotocopias. Dios lo hizo a usted único, irrepetible.


Es aceptable que usted vea a otros como un ejemplo, pero no como moldes. Usted es usted. Usted es único. No hay en el mundo otra persona como usted. Y por favor, cuando predique... ¡sea usted mismo!


Hay algunos que en el trayecto entre su asiento y el púlpito parecieran sufrir una metamorfosis: les cambia la voz, el caminado, los modales, el acento y los movimientos. El público no puede más que quedar perplejo observando a un hombre completamente diferente del que saludaron a la entrada.

No es conveniente darse esas ínfulas de espiritualidad, ni de aparentar ser un ángel descendido del cielo, ni pretender haber caído bajo un misterioso estado de unción. La gente deberá ver en el predicador un ser humano igual a ellos, con las mismas necesidades y debilidades de los otros seres humanos, no un extraterrestre.

Cuando el apóstol Pablo le aconsejó a los corintios mantener el orden en sus reuniones lo hizo pensando en que debían ser muy espirituales, pero no por ello desordenados o extravagantes, pues la gente nueva podría pensar que ellos eran unos locos.

El verdadero evangelio de Jesucristo, presentado inteligentemente y bajo la dirección del Espíritu Santo, impacta. Pero una caricatura del mismo causa burla y ahuyenta para siempre.

Si, pues toda la iglesia se reúne, y todos hablan

en lenguas, y entraran indoctos o incrédulos,

¿No dirán que estáis locos?

Y los espíritus de los profetas están sujetos

a los profetas, porque Dios no es de desorden,

sino de paz, como en todas las iglesias de los santos.

Pero hágase todo decentemente y con orden.

(1 Corintios 14:23, 32, 33, 40 Biblia Textual Reina Valera)

¿Se puede usted imaginar a Jesús predicando en las riberas del Mar de Galilea y dando saltos intempestivos de una barca a otra por que el Espíritu Santo estaba sobre él?

¿O tal vez revoleando su manto de oración para que la gente cayera a tierra mientras él vociferaba su mensaje?

¿O será posible que lo imaginemos sacudiendo por los hombros a la mujer samaritana mientras le gritaba a escasos centímetros de su rostro que se arrepintiera por que ella era una adúltera miserable?

¿O tal vez cayéndole a puños al endemoniado gadareno para que la legión de demonios pudiera salir de él mientras le gritaba fuera, fuera, fuera?

Por supuesto que eso no cabe en la cabeza de nadie. Como tampoco cabe en la cabeza de nadie que el apóstol Pablo, quien tenía encuentros con seres angelicales, quien hablaba en lenguas más que cualquiera, y quien recibía revelaciones fabulosas y hasta fue raptado al tercer cielo, se pusiera en una reunión a hacer alarde de su espiritualidad y de su unción.

La poderosa unción del apóstol Pablo nunca fue una excusa para que el se volviera un "show-man" o asumiera conductas extravagantes. Él mismo le enseñó a los corintios que el espíritu del profeta está sujeto al profeta, de manera que no había disculpas para que alguien perdiera la cordura y luego dijera que había sido la unción la que lo había puesto fuera de control.

Acerca de la manera como se comportaba el apóstol Pablo en sus predicaciones la Biblia nos da algunas pistas:

"¿Entonces, qué? Oraré con el espíritu, pero oraré

también con el entendimiento; cantaré con el

espíritu, pero cantaré también con el entendimiento.

Pero en la iglesia prefiero hablar cinco palabras con mi entendimiento, para instruir a otros..."

(1 Corintios 14:15,19 Biblia Textual Reina Valera)

Y sobre su apariencia y predicación Pablo refiere lo que otros comentaban sobre él:

"Pues las cartas, dicen, son pesadas y fuertes;

 mas la presencia del cuerpo, débil, y

la palabra menospreciable.

(2 Corintios 10:10 Biblia Textual Reina Valera)

Y la opinión del apóstol sobre él mismo es:

"Que aunque sea tosco en la expresión,

no lo soy en el conocimiento."

(2 Corintios 11:6a Biblia Textual Reina Valera)

Nadie puede predecir exactamente cómo se va a mover el Espíritu Santo en una reunión, pero sí se puede ejercer un saludable control del mover del Espíritu Santo para que éste no sea contristado, para que su poder siga fluyendo y para que la iglesia del Señor no sea confundida con un manicomio. El espíritu del profeta está sujeto al profeta.

Y aunque para algunos la presencia física del apóstol Pablo era débil y su mensaje sobre Cristo parecía sencillo, no por ello sus sermones dejaban de ser poderosos, pues eran prédicas con erudición doctrinal y unción.

Sobre el aspecto del manejo de la voz al predicar, Spurgeon aconsejaba así a sus alumnos:

"No se debe permitir que ocupe el púlpito a un hombre

que no tenga una elocución natural y libre...

Podéis ir a todas partes, a templos o a capillas,

 y encontraréis que casi todos nuestros predicadores

 tienen un tono santo para los domingos.

Tienen una voz para la sala y el dormitorio,

y otra muy distinta para el púlpito...

Muchos hombres al subir al púlpito, se despojan

 de toda su personalidad, y se hacen tan rutineros

como el bedel de la parroquia...

Que cada hombre tiene su propio modo de hablar,

 y que habla de la misma manera fuera del

púlpito, que dentro de él....

Evitad una cantidad exagerada de sonidos altos.

No hagáis doler a vuestros oyentes la cabeza,

 cuando lo conveniente sería hacer que les doliera

 el corazón... Observad cuidadosamente la costumbre

 de variar la fuerza de vuestra voz...

Lo que se necesita no es golpear el piano,

sino tocar diestramente las debidas teclas.

Estaréis por consiguiente en entera libertad para

bajar la voz con frecuencia, y así daréis descanso

 al oído de vuestro auditorio, como a

vuestros propios pulmones."

El conocimiento y la unción de Dios no vienen sobre usted para que parezca un ser de otro mundo, sino para que sea un simple vaso de barro al que Dios se digna usar por su gracia.

Entonces, cuando vaya a predicar, cerciórese de parecer un ser humano con el que la gente se pueda identificar, no un extraterrestre.


9. CONSUMIDO POR EL FUEGO, ASÍ SE PREDICA
 Este será el punto más corto de todos, pues la enseñanza es breve y contundente, no hay que explicarla mucho.
Debe predicar no el que quiere predicar o puede predicar, sino el que Dios llamó a predicar. Y si Dios lo llamó, tranquilo, cuando Dios llama, Dios capacita y unge.
¿Cómo saber si Dios me llamó a predicar? Hay muchas formas de saberlo, pero la mejor manera es sintiendo que si no predica, se muere. El fuego que Dios pondrá en su espíritu por hablar su palabra será tan fuerte que sino habla, se muere. Las ocasiones, circunstancias y lugares... llegarán en su momento, ¡tranquilo!

10.  AMÁRRESE LA LENGUA

La boca del predicador debe ser como un horno encendido, abrirse poco para que el fuego no se pierda. Si hablar bien es una virtud, aprender a callar también lo es. Aún los melómanos más consumados necesitan apagar sus estéreos en algunos momentos para poder escuchar la dulce melodía del silencio.

El libro de Proverbios en la Biblia está lleno de consejos sobre el hablar poco, sobre el saber callar, sobre el no pecar siendo un deslenguado:

"En las muchas palabras no falta pecado; Mas el que refrena sus labios es prudente... Aún el necio, cuando calla, es contado por sabio; El que cierra sus labios es entendido."

(Proverbios 10:19; 17:28 Biblia Reina Valera 1960)

Quién dijo que la espiritualidad de un mensaje se mide por el tiempo de duración. A aquellos que les gusta abusar del tiempo de sus oyentes, con frecuencia se excusan diciendo que el Espíritu Santo se estaba moviendo y que no podía ser frenado.


Valdría la pena que quienes se escudan de esta manera escucharan las grabaciones de sus mensajes, luego los transcribieran, los editaran y los pasaran en limpio. Notarían entonces que la lectura en voz alta de esos sermones ya corregidos duraría una cuarta parte de lo que duró originalmente.


"¡Ah!, pero nadie habla como escribe", dirán algunos. Es verdad, y por ello son muchos los predicadores que escriben sus sermones y luego los leen con tal naturalidad que parecen improvisándolos. 


"Pero los que leen sus sermones son los predicadores de iglesias dormidas y sus mensajes no tienen unción", podrán argüir otros, pero tal opinión carece de fundamento, pues grandes predicadores de todos los tiempos han tenido la costumbre de verter sus mensajes en el papel y luego comunicarlos a la concurrencia. Aún el reconocido pastor pentecostal de origen surcoreano David Cho tiene ese método.


De todas maneras, aunque usted se resista a escribir sus sermones y luego leerlos, de lo cual me hago partidario, no por ello debe ser desordenado, abusar del tiempo de sus oyentes y luego inculpar al Espíritu Santo por sus fallas.


Vale más predicar 20 minutos un mensaje lleno del poder del Espíritu Santo, que mortificar a un auditorio con un discurso de dos horas. Intente usted sentarse durante media hora en una silla mirando fijamente un cuadro en la pared. No se mueva mucho, no hable, no tosa, no cruce las piernas y no se duerma. 


¿Entiende ahora cómo se siente una persona que viene por su propia voluntad a escucharle, tal vez llegando desde muy lejos, invirtiendo tiempo y dinero, sólo para prestarle toda su atención mientras permanece sentado, callado y casi inmóvil?


Crea que cuando Pablo dijo en 2 Timoteo 4:3 que vendría tiempo cuando las personas no sufrirían la sana doctrina, no se estaba refiriendo precisamente al suplicio al que muchos predicadores someten a sus oyentes, sino al vigilar la sana doctrina.


De veras que hay muchos cristianos respetuosos y hasta estoicos en sus sufrimientos, pues son pocos los hombres y mujeres que preciándose de espirituales toman sus niños, sus Biblias, sus carteras, se levantan y se van a mitad de una predicación. Aunque si lo hicieran habría que entenderlos compasivamente.


No se crea el mito de que un sermón ungido debe ser largo. Pudiera serlo, por supuesto, pero como un hecho extraordinario, no ordinario,  y aún a riesgo de que uno de sus oyentes se pueda dormir y caer por una ventana y morir, como le sucedió a Pablo en Hechos 20:7-12. 


En esa ocasión el apóstol predicó desde la reunión del domingo hasta el alba del lunes, pero a medianoche debió interrumpir el sermón para resucitar a uno de sus oyentes, a Eutico, y para comer el pan. Además, esa ocasión era sumamente especial, fue una reunión que se convirtió en vigilia, pues tal vez sería la última oportunidad en que los de Troas verían, escucharían y abrazarían a Pablo, su padre espiritual.


Aprenda de las buenas orquestas. Después de una magistral intervención no se sigue nada, sólo el silencio. Ese es un momento en que ningún instrumento se puede escuchar. Aún los violines se bajan suavemente del hombro para que no tropiecen con el atril, pues lo que se sigue es el veredicto del público, su aplauso o su silencio.


En el caso del predicador no hay veredicto de aplauso, lo que se sigue corre por cuenta del Espíritu Santo, y eso no siempre se ve en el mismo momento. 


Hay sermones que dan su fruto en el acto. Otros durante la semana. Y otros, varios años después. Y el fruto es uno de gran calidad, que produce cambios en las vidas de las personas. Son sermones que penetraron al corazón de los oyentes, modificaron sus formas de pensar y cambiaron sus estilos de vida.


Son muchas las reuniones cristianas donde la gente llora, ríe, cae al suelo, habla en lenguas, profetiza y vive toda clase de experiencias carismáticas, extáticas, pero media hora después salen de esas mismas reuniones para seguir viviendo vidas iguales o peores.

Muy acertada resulta en esos casos la canción "Cristianos" del cantautor español Marcos Vidal:

"¿Qué te pasa iglesia amada que no reaccionas, sólo a veces te emocionas y no acabas de cambiar?"

Es importante entonces para ser un buen pescador, pensar como pez. Y para ser un buen predicador, pensar como oyente. 


Póngase en los zapatos de los demás. Hable poco y hable bien. Aprenda a cerrar la boca, y en casos extremos, refrénese mordiéndose la lengua, pues es mejor que le duela dentro de la boca y no que torture a los demás por fuera de ella.


Pero el saber callar no sólo tiene que ver con la duración de los sermones, sino también con la frecuencia de ellos. Es importante que aprenda cuándo predicar y cuándo escuchar.

 Cuándo hablar y cuando callar.


Nunca se crea la falacia de que es un sabelotodo y un predicador estrella, un hombre al que la gente espera expectante que abra su boca para sentarse a escucharlo. Desista de su intención de ser aclamado en muchos países y solicitado en muchos púlpitos. Entienda que usted no se las sabe todas, y que sólo habla lo que Dios dice que hable. 


No se deje tentar por un éxito pasajero. Cuando un auditorio ha escuchado un buen sermón siempre pide más, pero hay que saber cuando callar. 


Por muy solicitado que se esté hay que ser prudente con las invitaciones, pues por culpa de una agenda congestionada podemos servir comida de mala calidad y mal preparada.


La gente que un día fue bendecida con un sermón nuestro no se alcanza ni a imaginar que dicha exposición bíblica se hizo posible gracias al fruto de años de estudio, de oración constante, de experiencias propias y ajenas y de decenas de veces que ese mismo mensaje se ha expuesto en público y en privado hasta irlo mejorando. Las personas tal vez puedan pensar que somos una especie rara que en cuestión de horas podemos preparar otro sermón tan bueno o mejor que el primero.


Hay que callar cuando Dios dice que hay que callar y hay que hablar cuando Dios dice que hay que hablar.  Permita que sea Dios quien le use, no pretenda usted usar a Dios. Deje que el Señor ponga sus palabras en su boca. El mismo Espíritu Santo que está obrando en usted para que hable, es el mismo Espíritu Santo que está obrando en el oyente para que escuche. 


Usted haga su parte y deje que el Espíritu Santo haga la suya. Sabido es que el Espíritu Santo hará su parte muy bien, de modo que asegúrese de hacer la suya de igual manera, ¿cómo? Hablando la verdad, con conocimiento, con una excelente preparación, con respeto por el mensaje, con respeto por la audiencia, con convicción, con autoridad, con sabiduría, con creatividad y con mucho amor, y esto sólo se pueda lograr habiendo sido llamado por Dios y contando con la guía del Espíritu Santo.


Resumamos el acróstico hecho con la palabra "homilética" y el cual contiene 10 rápidos consejos para ser un buen predicador:

1.   Hamburguesas no, filetes sí.

2.   Oportunidades no son motivos.

3.   Mire el bote antes de tirarse al mar.

4.   Insista en viajar con mapa.

5.   La sazón y la buena mesa son claves.

6.   Entretener no es edificar, pero la edificación debe ser entretenida.

7.   Toque otras melodías, no sea repetitivo.

8.    Intente ser un humano, no un extraterrestre.

9.   Consumido por el fuego, así se predica.

10. Amárrese la lengua.